domingo, 9 de enero de 2011

Disculpe pero usted no es a quién busco. (Cuento.)

 Mi padre siempre quiso ser músico. Desde su infancia, su carrera fué truncada por la pobreza que lo rodeaba.

 A los 14 años él ya era un hachero viejo de los montes santiagueños. Su rostro no era de niño ni su cuerpo el de una criatura. Manos callosas y una piel curtida por el viento Zonda, a la que el sol había renunciado ya de intentar hacer arder.

 De espalda dura y rostro triste y caído, me cuesta creer que luego, cuando le llegara el tiempo de ser mi papá, haya cumplido ese oficio siempre con una sonrisa capaz de iluminar la sala de casa. Quizá recién entonces pudo ser niño: cuando grande; ya que no había podido en su infancia. Fue una regresión que nos hizo feliz a ambos.

 Como ocurre siempre, el trató de concretar sus sueños a través de mí. Apenas empecé a caminar, me puso un violín en las manos. Crecí con ello y aprendí, pero quizá más para verlo contento a él que para otra cosa. Digo, porque siempre era él quién tomaba la inicitiva de hacerme la base con la guitarra y que yo ejecutara algo. Parecía volar el viejo escuchándome. Y no porque tocara tan bien, pero me gustaba verlo cerrar los ojos y sin perder el ritmo, recostar la nuca en el sillón, dejándose llevar por los arpegios... Es la postal que me quedó de él.

 Unos meses antes de morir, me llevó a ver al gran violinista Antonio Agri. Era su favorito, y tiempo después, también sería el mío.

 Tiempo después, digo, después de que muriera. 16 años tenía yo, y es poco tiempo para que uno termine de entender los legados que nos dejan las personas que nos aman. Porque entonces recién entendí lo que es ser un apasionado por el arte. Allí supe que era tocar con el alma y poner la vida en lo que nos sale de adentro.

 Amé la música y a mi violín de cuatro cuerdas. Admiré a Agri y fué mi referente principal. Las notas que estiraron mi arco me obsequiaron a Mariel, hoy, mi compañera de la vida y agradezco haber podido haber tocado algo hermoso e insospechado con mi instrumento: su corazón.

 En un trabajo para la facultad (hoy soy periodista), tuve la oporunidad de entrevistar al Maestro. Tenerlo cara a cara me iba a dar muchas de las respuestas que necesitaba para crecer como músico y, de paso, como estudiante. Quién mas que nuestro ídolo (mío y de papá) para aclarar dudas y recibir palabras inspiradoras.

 Al salir de allí, en mi alma había caído una pieza faltante. Y no porque don Antonio haya dado respuestas concretas mas allá del relato de su trayectoria o sus estudios. Si no porque entendí que no era a él a quien había ido a buscar. No era él a quien necesitaba y por quién esperé casi toda mi vida por tener en frente.

 Al que quiero tener conmigo es a ese hombre que me obsequió la vida y puso semillas en mi corazón y las regó con paciencia. Porque a esa entrevista no fuí en carácter de músico, sino de huérfano. Porque no quería compartir un contrapunto sino un abrazo. Y porque Antonio no pudo iluminar nada con su sonrisa. Esa tarde, sin saberlo, lo fuí a buscar realmente a mi papá, y lloré entonces entender las verdaderas ausencias de mi corazón.

 Y comprendí que si toco con pasión recién después de su muerte es sólo porque la música me lleva a él. Es sólo en ese momento cuando traigo su alma a mi derecha, y lo veo, con la guitarra entre las manos, cerrando los ojos y sin perder el ritmo, recostar la nuca en el sillón, dejándose llevar por los arpegios...

No hay comentarios: