Jorge Núñez es un singular preceptor de un colegio secundario del pueblo donde vive. El hombre es ciertamente respetado, cuando no temido por los estudiantes que tiene a cargo. Uno podría fácilmente deducir que esto es así debido a su porte serio, su robustez, su paso redoblado, y sus 1,97 mts de altura, que pocas ganas dejan de discutir a cualquiera que reciba alguna orden suya:
_Acomódese esa camisa, Gutiérrez._
_La mesa no es para sentarse, Jiménez_
_Del Carppo ¿Dónde está su corbata? Puesta en 5 minutos._
Si bien nunca grita, la voz pareciera salirle de entre el pecho, haciendo eco en semejante cavidad toráxica, y retumba potente, reclamando silencio y atención en el acto.
Con el preceptor Núñez nadie osa atravesar las líneas del respeto o la desobediencia. Los cursos que el maneja son los que siempre guardan silencio en los actos, y si bien se mira, son los filas donde más pecho se saca, más prolijidad se ostenta, y más fuerte se entona las estrofas del Himno Nacional.
Sus hijos viven y estudian en la ciudad, en la capital del país, y los ve poco ciertamente. Ellos están próximos a recibirse y son jóvenes de bien, debido a la estricta educación de sus padres. Mejor dicho, de él mas que de su madre.
En casa junto a su mujer y sus animales, el hombre, aunque le cueste, hace lo posible por dejar de lado la seriedad que lo caracteriza. Los vecinos lo reconocen por laborioso y activo. Le gusta el trabajo pesado y el levantar de mañana.
En el pueblo, el monte queda cerca de las casas, y se lo ha visto cargar troncos y leña de más de 100 o 150 kgs. Levantando una losa para agrandar el alero de atrás de su casa, también cargó de a 3 bolsas de cemento al mismo tiempo, más la cal y el arena. Se trata, indudablemente, de un hombre fuerte. Cualquiera deduciría también que es alguien valiente por lo evidente de su virilidad.
En el barrio también, el Sr. Núñez inspira respeto. Aunque quizá un poco eso también lo aleje de entablar amistades íntimas, todos coinciden que se trata de un buen hombre. Sin vicos ni deudas.
Ahora su familia está arriba, cenando y ninguno toca el tema. Ellos, en su silencio, creen que él ya está dopado y tranquilo. Él solo se había acostado para hacer una pequeña siesta y, en efecto, ha olvidado tomar las pastilas para dormir, cosa que debe hacer todos los años para éstas fechas. Cuando despierta ya es demasiado tarde y cuando se da cuenta, el ruido anual comenzó.
Jorge Núñez se mira las enormes manos envolviéndose fuertemente las piernas con los brazos, mientras se mece hacia atrás y hacia adelante, con el mentón entre las rodillas. Las lágrimas le ruedan pesadas por el rostro. Cada estruendo que explota acelera más su corazón infundiéndole terror y recuerdos.
Y aunque le cuesta debido a su gran tamaño, logra meterse debajo de la cama y adoptando la misma postura infantil de abrazarse las rodillas, lucha con el temblar de todo su cuerpo por taparse los oídos con todas sus fuerzas y por cerrar su cerebro a las imágenes que pasan fugaces pero claras. Allí distingue a Julio, su mejor a amigo, asomando la cabeza por la trinchera, y luego partido el cráneo de un certero balazo inglés. También lo ve a su comandante corriendo hacia él, un momento antes de pisar una mina y luego del estruendo sólo una nube de humo.
Lo de afuera son cohetes, si. Y sólo se está festejando Año Nuevo, es cierto; pero en su cabeza hay gritos de dolor, hay ríos de sangre y bombardeos inmisericordes. En su cuerpo ha vuelto el frío verdadero que corta la piel, que inutiliza los fusiles y gangrena las heridas.
En su alma hay muerte y dolor. Y aunque en un cajón de su mesa de luz hayan medallas, en su ser no habrá quietud ni se callarán las pesadillas que lo atormentan. Ni tampoco se habrá ido el miedo que lo convierte en en niño y aterroriza su espíritu desde 1982.
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