Víctor Francesse está sentado a la cabecera de la mesa familiar como cada miércoles. Siempre con tono serio y porte de mando, corta y pasa el pan a su mujer y a sus dos hijas.
Mientras permanece en casa (miércoles y jueves), don Víctor no hace nada. La comida se le sirve a horario, la ropa está lavada y planchada, la casa brilla de limpia.
A la siesta nadie se atreve a hacer el menor ruido.
La obediencia de sus hijas (15 y 18 años) es proverbial. La figura paterna lo es todo para ellas. Martina, la mujer, siempre sumisa y tierna, responde a lo que cree, un marido excelente e intachable.
Porque si bien es verdad que durante el resto de los días el Ing. Francesse está en El Aguilar y trabaja duro, también allá tiene su tiempo para irse al cabaret, como ya hace años se ha hecho costumbre.
Lo acompaña casi siempre un minero joven con el que trabaja que, no sabe bien porqué, le recuerda mucho a él mismo. Lo que sí es cierto es que Jorge y don Víctor han ganado la noche de "La Estrella" compartiendo fiesta, alcohol y mujeres.
La confidencia entre ambos, desde luego, ya se supone.
Pero don Víctor hace unos meses ha dejado de volver por el lugar, producto del mal tino de haber embarazado a una de las chicas de allí. Ella se ha negado a "sacárselo" y al hombre no le ha quedado más que reconocer la criatura, cosa que deberá hacer pronto.
Por supuesto, Jorge conoce toda la situación porque ha sentido la pena de la falta que su camarada nocturno le hace.
Don Francesse ahora pide con voz grave que se le alcance la sal mientras todo aquello baila en su cabeza. Su rostro, sin embargo, no se inmuta, ni siquiera por la mala noticia que se mujer con mucho cuidado le ha dicho, que la nena mayor le quería presentar un noviecito que tiene hace tiempo, eso sí, muy bueno, trabajador y que incluso va con ella todos los domingos a misa.
El ingeniero vuelve a su papel y se muestra reacio a la novedad. Encima en la tarde "ese" viene a tomar unos mates, y Víctor no cambia la cara de desagrado por más que la mujer le ha pedido, le ha rogado que fuera amable.
Lo cierto es que en la cabeza de Víctor las preocupaciones son muy otras.
Con la mirada perdida en el vacío, sentado en su sillón favorito, vuelve en sí cuando la hija, a sus espaldas, le repite, ahora con más volumen:
_Papá. Él es Jorge, el chico del que te hablé. Jorge, mi papá.
Volver a la realidad con semejante topetazo no es cosa grata para nadie. Ambos ocultan su enorme sorpresa de inmediato mientras se estrechan la mano fingiendo no conocerse.
En este eterno momento, Víctor Francesse entiende lo difícil que será no estarse pisando la sábana entre fantasmas, y cuando trata (sin que su mujer o sus hijas, que los están mirando, lo noten) de romperle todos los huesos de la mano al muchacho en el saludo, éste le devuelve una sonrisa amplia que ahora sí le confirma qué era eso que tanto le recordaba de ese chico a él mismo.
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